miércoles, 15 de junio de 2011

La guerra: heroísmo y trascendencia


La guerra representa ante todo un principio de superación, de enfrentarse a las más duras pruebas exponiéndote a la posibilidad de la extinción física, sometiendo a presión las barreras mentales del individuo. La guerra encierra en sí misma un principio iniciático de primer orden, una potencia espiritual que anida en el individuo, que lo transmuta y lo eleva a la vez que lo ennoblece. Son palabras que muy poco pueden significar para el hombre moderno, muy acostumbrado al pacifismo que la sociedad burguesa le ha inculcado. Aunque la guerra tenga efectos adversos como son la muerte y la destrucción también activa en el hombre una nueva forma de enfrentarse a la realidad, de abandonar la pasividad de los tiempos de paz y hacer frente a grandes problemas sin temor a ser arrastrado por el conflicto desencadenado.
Para entender el significado de la guerra en un plano no material hay que recurrir a Julius Evola, quien desde su concepción de Kshatriya, reconoció ese valor superior que encarna el hecho de lo bélico. Así nos narra en su "metafisica della guerra" las sensaciones que recorrieron su ser encontrándose en el frente durante la I guerra mundial, allá por el año 1917-1918 como oficial de artillería de un destacamento de montaña. La conclusión de Evola queda reflejada en aquello de que "la guerra permite un conocimiento transfigurante de la vida en función de la muerte".
La guerra plantea una serie de problemas desde esa perspectiva espiritual en los tiempos presentes, o al menos de los que el joven Evola fue testigo: se trata de la tecnificación de la guerra, de la invención de arsenales y estrategias cada vez más mortíferas y especializadas para destruir al enemigo. La impersonalidad de la guerra, el hecho de que el guerrero no pueda enfrentarse al enemigo cuerpo a cuerpo, o al menos pueda tener una noción de su presencia desfigura, en gran medida, la forma de enfrentarse a la experiencia de lo bélico. Paralelamente el enemigo no es, ni mucho menos, alguien que deba ser respetado, que deba gozar de reconocimiento alguno tras ser vencido en el campo de batalla, sino que es objeto de todo tipo de torturas y brutalidades, ha perdido su dignidad y condición humana. Algo que en el mundo tradicional, donde eran los aristoi quienes hacían las guerras, pues eran además capaces de proveerse de armamento, no ocurría. Porque la cualidad del guerrero aristocrático, sus valores heroicos, le impiden ensañarse con el enemigo vencido en el campo de batalla, y menos cuando ha luchado valerosamente.
Para Evola la guerra se presentaba bajo una doble condición físico-espiritual: la pequeña guerra santa, que es la guerra en el plano de lo puramente material, donde las condiciones de arrojo y valentía física son fundamentales, y por encima de ésta la gran guerra santa, la que se superpone a la guerra material y la engloba al mismo tiempo como referente superior y fundamental. Así la gran guerra santa es la guerra en el plano de la trascendencia, incluso la que libramos en nuestro interior. De ahí que no sea suficiente el coraje del guerrero, sino que precisa de unas adecuadas condiciones de objetividad, de despersonalización, en las que la búsqueda del Ser esté por encima del deseo, absolutamente subjetivo, de sobrevivir. El objetivo es que las cualidades internas del Ser se transformen ontológicamente adquiriendo el protagonismo de las formas externas: sería la superación de los sentidos sobre el cuerpo, que fue algo que el joven Evola experimentó en el campo de batalla.
El problema está en que esta concepción de la guerra, expresada por la casta de los guerreros, es antitética respecto a la visión que las restantes castas poseen de ella. Así el mercader (vaisha) posee una concepción antiaristocrática de la guerra, es totalmente material y amparada en motivaciones económico-materiales. Aquí ya no tenemos al guerrero, sino al soldado, término que etimológicamente implica una significación totalmente distinta, es el que hace la guerra a cambio de una "soldata", es decir, que percibe una remuneración económica. El guerrero evoliano nada tiene que ver con esa idea, es el hombre activo, elevado que libra su propia guerra interior tratando de domeñar las fuerzas pre-personales que se liberan en su persona, fuerzas psíquicas e irracionales que deben ser dominadas y sometidas al tronco de la personalidad.
Lejos de las consideraciones acerca del principio de trascendencia que el individuo puede operar en su interior, la guerra en sí misma encierra un principio de sacralidad que la propia Roma tuvo en cuenta en su vocación de eternidad, y que otros muchos pueblos, como los de origen nórdico-ario asociados al Wallhalla y la idea del Ragna-rök, por no hablar de las órdenes de caballería medievales, cuyas cualidades guerrero-espirituales estaban vinculadas a un principio de orden divino.
Hay un contrapunto interesante, que es el representado por toda una generación de autores de la revolución conservadora fascinados por la técnica y las nuevas formas de hacer la guerra que surgen con la Gran Guerra. De toda aquella generación nacida de la camaradería de las trincheras aún podemos ver atisbos de heroísmo, quizás no amparados en la noción de lo sagrado como antaño, pero animados por un espíritu muy diferente al del orden demoburgués. Bastante famoso fue en su día "Tempestades de acero" de Ernst Jünger, quien descibe con una asombrosa crudeza las sensaciones y acontecimientos vividos de primera mano en el frente. De forma practicamente ininterrumpida, entre 1914-1918 se mantuvo en el frente occidental siendo herido y condecorado al final de la conflagración por el valor mostrado en el campo de batalla. Jünger habla de la decadencia de un mundo burgués, de la ilusión del pacifismo, de ese espejismo estéril y decadente que recorre un siglo XIX amparado en las certezas de una burguesía pujante al amparo de la revolución industrial y el bienestar de las oligarquías gobernantes. Ahora se impone un nuevo orden que deviene de manos del trabajador, un nuevo tipo humano esculpido por la técnica y una visión decididamente anti-burguesa de la vida. La noción de lo elemental, la guerra en su dimensión heroico-viril toma todo el protagonismo. El mundo se ha convertido en un inmenso frente de batalla, donde la masa es militarizada y se mimetiza con el arsenal bélico. El dolor toma un rango de primer orden, éste es purgado de todo sentimentalismo burgués, y es capaz de ser asumido con un cierto grado de objetividad.
Ciertamente Jünger no nos habla de la guerra sometida a un crisma espiritual, y bajo la noción de crecimiento interior que el tradicionalismo evoliano nos brinda. Sin embargo toda su exposición, desarrollada en el marco del estado totalitario, ofrece elementos de ruptura y regeneración frente a la decadencia moderna impulsada por la primacía del orden burgués. Se reconoce una dimensión heroica, el valor en sí misma que tiene la acción guerrera, y la capacidad de ésta para transformar al hombre, y en este caso toda una época marcada por la decrepitud y el languidecimiento de los espíritus más combativos y valerosos.

No hay comentarios:

Publicar un comentario